Ocurrió que iban dos monjes pertenecientes a la misma orden, paseando por un bosque cruzado por un arroyo. Uno de ellos era un aprendiz y el otro ya ordenado sacerdote. El monje mayor instruía al joven sobre las enseñanzas espirituales cuando se acercó a ellos una mujer vestida de novia.

La mujer les pidió ayuda, ya que llegaba tarde a su propia boda y no encontraba forma de pasar el arroyo sin mojarse el vestido. El monje joven, teniendo en cuenta que en su orden estaba completamente prohibido el contacto con el sexo femenino, estaba intentando buscar una manera educada de negarse cuando el sacerdote accedió. Le propuso a la preocupada novia que se subiese a su espalda, ya que el arroyo en esa parte no era muy profundo y él la llevaría a la otra orilla sin ensuciarle el traje. Así lo hicieron, ante la mirada de descrédito del joven aprendiz, y cuando la mujer hubo cruzado se deshizo en agradecimientos con el monje y partió en pos de su felicidad.

Los monjes retomaron su paseo; pero el aprendiz guardaba silencio. No podía creer lo que acababa de presenciar. Las sagradas normas habían sido mancilladas nada más y nada menos que por su maestro. Pasó horas dándole vueltas a lo que había sucedido y cuando no pudo soportarlo más le preguntó.
-Hermano mayor... ¿Como has podido?
A lo que el sacerdote le respondió.
-Yo dejé a aquella mujer en la orilla. ¿Por qué sigues cargando tu con ella?

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